Hice
mal la elección cuando tocó hacerla, hice un malísimo cálculo de lo que me
esperaba y decidí que la entrega a la nada merecería la
pena, claro, que cuando escogí yo pensaba que no habría pena ninguna.
Al
tiempo me doy cuenta de lo poco que rentó aquel pago a base un sangrado de
poemas, si yo hubiera sabido que mi única ventaja sería un par de
meses alimentada con malas compañías qué diferente todo, hasta el
entretejido de la rutina laboral hubiera sido distinto.
¿Y
es que acaso no sabías? ¿Tanto tardaste en ver quién era el bueno,
quién el feo y quién el malo de la historia? ¿O es que preferiste las
manos semiabiertas a las cerradas por abrir? Que al final no sirve
acordarse y decirse improperios sobre todo si cada dos
tardes recuperas el tiempo perdido perdiéndote tú entre lugares
sagrados y cuentos, mirándote a los ojos, reconociéndote en otros, siendo,
no digo amado, pero sí apreciado.
Y así los cabezazos que te darías contra
la pared se convierten en risas en esa pequeña esquina donde se habla
de cosas inútiles y bellas, inútiles como dar tiempo a quien no te lo
dará y bellas como entregar misterios a quien querrá descifrarlos.
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